En las horas de la noche las
calles coloniales de Quito se llenan de
misterio; el tiempo parece retroceder y los faroles proyectan sombras que
parecen caballeros con gruesas capas y
damas con velos cómplices de sus furtivas salidas.
En uno de mis recorridos
nocturnos por Quito en las cercanías del antiguo convento de San Diego,
rehabilitado por el municipio, encontré una vieja casona de dos pisos con un
aviso que decía: “Hasta la vuelta señor- Fonda Quiteña”. El nombre
picó mi curiosidad y entré a uno
de esos rincones de “La Ciudad de las
leyendas” donde legiones de golondrinas anidan en los campanarios de las
innumerables iglesias.
“Hasta la vuelta, Señor…” es un nombre extraño para un sitio
comercial, pero como muchas frases
quiteñas está ligada a un hecho prodigioso que le da sentido, y en esta
caso con el padre Manuel de Almeida y
Capilla, el mismo fraile franciscano
autor de los gozos navideños que empiezan
con:” Dulce Jesús mío, mi Niño adorado, ven a nuestras almas, ven no
tardes tanto.”
Todo empezó a fines del siglo
XVIII con un jovencito de 17 años, ingresado al convento franciscano de Santa
Clara, no por propia vocación, sino por el deseo piadoso de don Tomás Almeida y su esposa Sabastiana, que
deseaban ardientemente un hijo sacerdote.
El encierro y la oración poco
hicieron para vencer los ímpetus juveniles de Manuel quien ante la invitación
de un compañero, una noche escaló los muros del convento para gozar de los
encantos de una damisela de vida alegre.
Las salidas se multiplicaron arrastrando en la aventura a varios novicios
franciscanos que unidos a otros descocados dominicos hicieron de las suyas en
burdeles y mesones.
No faltó quien informara de los
desmanes al cura coadjutor y para que no se escaparan los novicios se
elevaron los muros del convento. Pero Manuel Almeida obsesionado
por las damas, el licor y la música encontró la manera de salir por una ventana
de la capilla utilizando un Cristo Crucificado a manera de escalera.
Varias veces salió y entró el
redomado pilluelo hasta que en una
madrugada la imagen cansada de los pisotones abrió los labios y dijo con
una voz grave que retumbó en la capilla: “¿Hasta cuándo Padre Almeida?“
Con el efecto vivo del licor,
Manuel Almeida, creyó que era una chanza de sus amigos y con la desfachatez de
su irresponsabilidad contestó jocosamente: “ Hasta la vuelta, Señor…” Al
comentar el suceso con sus amigotes del convento pensó que tal vez todo había sido fruto de la
imaginación; sin embargo algo taladró su
conciencia y por un buen tiempo olvidó
las salidas y se dedicó a la oración.
Pasaron unos meses y al fin pudo
más la carne que el vago recuerdo de la recriminación del Altísimo. Así que en
una noche fría y con neblina, el aspirante a franciscano trepó por el Cristo, alcanzó la ventana y por
la quebrada de Auquy, por los rumbos
de la esquina del “Sapo de Agua” entró a
una casa de dudosa reputación donde lo esperaba la parranda y los brazos de
divertidas cholas.
Música,
licor y pecados tras un biombo llenaron esa noche de parranda; cuenta la
leyenda que al llegar la madrugada, de regreso hacia el convento, Manuel
Almeida encontró por el camino una
extraña procesión funeraria camino al cementerio.
¿Quién es el difunto?- preguntó
el novicio a uno de los acompañantes del féretro. “Es el Padre Almeida” .dijo uno de ellos.
Sin creer en la respuesta, el frívolo
aspirante a sacerdote levantó la manta
que cubría el cadáver y vio su propio cuerpo.
Lleno de espanto apuró el paso y como si le ardieran las manos se
deslizó por el crucifijo hasta alcanzar
el suelo de la capilla.
-¿Hasta cuándo Padre Almeida?-
¿hasta cuándo?- volvió a decir el
Crucifijo con una voz grave que heló la sangre de Almeida.
- ¡Hasta nunca jamás!, Señor
mío- Fue la respuesta de Manuel Almeida
Capilla quien desde ese mismo momento se convirtió en el más devoto del
convento e inició una vida pía que lo llevó a ser Maestro de los Novicios,
predicador, Secretario de Provincia y Visitador General de la Orden
Franciscana.
De nuevo en las calles coloniales
de Quito, en medio de las sombras alcancé a ver el aviso de otro local. Entre las sombras de la
vieja ciudad adiviné otra leyenda. Los faroles parecían, esta vez, proyectar
las figuras de antiguos espadachines. Pero era tarde y con la sensación que esas sombras iban tras
mis pasos me dirigí presuroso al hotel
donde me hospedaba.

Comentarios
Publicar un comentario